Foto película suspense Hitchcock
Los hombres anhelan de los dioses su inmortalidad.
La muerte es inherente a la vida. En el caso del ser humano la muerte es más compleja que en el caso de otros seres vivos porque el ser humano es sabedor de que habrá de transitar por esa experiencia a diferencia de estos. Sobretodo nos hacemos más conscientes de que algún día moriremos cuando fallece alguien a quien queremos, ahí nos confrontamos a la muerte con toda su crudeza.
La sociedad se pasa el día obviando la muerte, anestesiándonos casi de ella. Tanto huimos de la muerte que intuyo que son pocos los que se atreverán a acabar de leer este artículo o que ni tan siquiera se habrán animado a empezarlo solo por su título.
Nuestro lenguaje, herramienta fundamental de nuestra comunicación y que da forma a la expresión de nuestros pensamientos y emociones poniendo negro sobre blanco nuestros sentimientos, nos demuestra como se esquiva el tema de la muerte, pongo como ejemplo a la familia en la que ha fallecido uno de los cónyuges pasa a denominarse familia monoparental como si hubieran sido adoptados por el supérstite. En ningún momento se oye el vocablo viudo o viuda que están completamente trasnochados y suenan a la época de nuestros abuelos. Un cambio de nomenclatura casi sin importancia me dirán ustedes pero créanme, nunca hay que subestimar el poder del lenguaje, el lenguaje es el que marca los límites de nuestro mundo como decía certeramente Wittgenstein. Y este sencillo ejemplo demuestra mucho más de lo que dice: la muerte no existe como tal en nuestra sociedad, no se habla de ella, es como cuando los niños pequeños juegan al escondite y para que no les encuentres se tapan los ojos con las manos…
Puestos a cambiar nombres, quizás en breve tiempo, este vocablo se corregirá y cuando fallezca el padre pasará a ser una familia «monomarental», todo se andará.
La filosofía y la teología hablan de la muerte, solo la filosofía nos enseña que es la que le da precisamente a la vida su verdadero sentido, no solo saber sino ser realmente conscientes de que algún día careceremos de ella, que nuestro tiempo en la tierra se acaba, que nuestra oportunidad de dejar huella es limitada, es lo que hace que la intentemos vivir con toda intensidad. Quizás, por esta necesidad de trascender, tanta gente se avenga a tener hijos porque es una manera «fácil» de perseverarse en el tiempo cuando hayamos fallecido, sin mucho esfuerzo personal por nuestra parte, a través de una maternidad o paternidad mal entendida.
Aunque podemos encontrar a un filósoso, Epicuro, que en su «Carta a Meneceo» dice que la muerte no es real. Epicuro decía que la muerte no existía porque mientras estábamos vivos era una falacia y cuando nos moríamos ya habíamos desaparecido. Yo que soy admiradora de muchas afirmaciones de Epicuro tengo que decir que discrepo de su idea sobre la muerte porque lo que dice sería solo válido siempre y cuando uno se muriera de repente. Si uno atraviesa por un cáncer y acaba falleciendo, durante el periodo que dura la enfermedad tiene tiempo «más que de sobra» de darse cuenta de que se va a morir aunque no quiera ni pensarlo. La muerte se toma como un proceso natural porque todos hemos de morir, pero en el caso de los pacientes con cáncer la muerte no es natural porque les cercena la vida a una edad temprana. Esa violencia del cáncer es la que hace que esas muertes las vivamos casi como un asesinato, nos han sesgado la vida de nuestros seres queridos antes de tiempo y eso no es natural ni justo. El paciente con cáncer incurable sufre la lentitud de las horas que discurren prediciendo lo inevitable y, la agonía final que probablemente no sea ni la mitad de limpia comparada con la de un infarto. ¿Cambiaríamos morirnos de un infarto 1 año antes de lo esperado a cambio de librarnos de una enfermedad terminal? da igual porque nunca podremos escogerlo.
En el maravilloso libro «La elegancia del erizo.» de Muriel Barbery, la protagonista mientras se da cuenta de que fallece hace una reflexión sobre lo triste que es morirse: «Esta mañana comprendo lo que morir significa: en el momento de desaparecer, quienes mueren para nosotros son los demás…. ya no volveré a ver a los que quiero, y si morir es eso, desde luego es la tragedia que dicen que es.» Cuando se te muere a alguien a quien quieres haces el duelo por esa única persona, sin embargo, cuando quien fallece eres tú, te despides de cada uno de los seres queridos como si toda la gente a la que quieres se muriera de golpe y eso, eso es un peso inconmensurable, por eso, morirse, debe de ser tan duro.
Epicuro habla de la muerte una vez ocurrida, pero obvia el tránsito de estar vivo hasta el fallecimiento y este es para mí el fallo de su razonamiento porque ignora el duro tránsito que puede durar segundos, horas, días o incluso meses en los que nos hacemos conscientes de que nos estamos muriendo y nos damos cuenta de que estamos dejando para siempre a nuestros amigos y a nuestra querida familia sin probablemente haberles dedicado el tiempo suficiente, sin habernos quizás perdonado, sin haber sabido disfrutar de la vida plenamente.
En este tiempo de pandemia, donde socialmente nos empezamos a dar cuenta de que la muerte es impredecible y puede alcanzar a cualquiera, a los «sanos», a nosotros mismos, es el momento idóneo para hacer una reflexión social sobre ella con el fin de que nos encuentre mejor preparados para afrontar una pérdida o nuestro propio final en esta convulsa época del coronavirus en la que nos toca vivir con la muerte en los talones…
Libro: ¡Sé irresistible-mente feliz!
2 Comments
Hola Sylvia, me ha gustado leer esta reflexión tan cruda. Yo también llevo un tiempo intentando mirarla de frente. Es duro. Te deseo mucha fuerza en este momento tan duro que estás transitando.
Muchas gracias Paz. Brava por intentar mirarla de frente… qué dificil es! Te deseo lo mejor y mucha fuerza para ti también.